Fuente: Granma
Aunque todo lo que empieza termina, cuesta creer que las Romerías de Mayo en su edición XXIV hayan llegado a su fin. No por gusto la acoge la primavera, y quienes la hacen posible son fieles al verdor de la más hermosa de las estaciones.
Las razones son convincentes. Con ellas ocurre aquello que atribuyó el poeta a las olas cuando dijo que se van pensando en volver. Los días se empatan con las noches y estás de nuevo con el amanecer ofreciendo a quienes las viven una sensación de continuidad que no todo evento puede conseguir.
Estar de Romerías es ir al encuentro con el pasado y con el futuro. Los sucesos se encadenan y alcanzan a los más jóvenes que tienen sabido que no hay hoy sin ayer, como no habría mañana sin el presente. Por eso son igualmente significativos sucesos que les hablan a todos, como la presentación del más reciente número de esa publicación también digital que ya es El caimán barbudo, o el diálogo interior que nos provoca escuchar otra vez –y otra vez nuevos– los temas antológicos de Polito Ibáñez, por solo citar dos de los acaeceres de las últimas horas de este sueño.
Pero fue preciso, aunque ya se hable de la edición 25 de uno de los más importantes festejos de la ciudad de los parques, ponerle –pero solo por ahora– un punto final. Su gente sabe de la importancia de abrigar las tradiciones, porque ellas son la más entrañable memoria de los pueblos.
Correspondió en esta ocasión cultivar un árbol canadiense, –por ser este el país de mayor participación– al lado de una palma real que se sembró en el primer año del festejo. Cuando a las 12 en punto una rondana, movida por los brazos de los jóvenes romeros, elevó el hacha, la música de Alexander Abreu y Havana D’Primera y de exponentes de la trova y el rock serpentearon la noche para cerrar las Romerías como se cierra una fiesta a la que se va sabiendo que tendrá su continuidad justo cuando mayo vuelva a verdear.
