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Mujeres esperando la luna

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Mujeres esperando la luna

Por Frank Padrón

Aunque otras obras del inolvidable, imprescindible Héctor Quintero habían conocido versiones en los últimos tiempos (algo agradecible, sobre todo para que las nuevas generaciones descubran a ese maestro del costumbrismo en el teatro cubano) Te sigo esperando, que nació en pleno período especial, tras cierto alejamiento del dramaturgo de la escritura y las tablas, no había tenido (que sepa) otra adaptación tras aquella llevada por él mismo al escenario del Mella.

Por eso ha sido doblemente importante que lo haya hecho Hugo Vargas con A teatro limpio. No solo porque se trata de otro de esos textos agudos, ingeniosos y profundos de Quintero, sino porque a más de 20 años de su estreno, mantiene absoluta vigencia, como todo lo valioso.

Aunque las condiciones socioeconómicas han cambiado, no pocas de las coordenadas que en ese sentido maneja la pieza (las dificultades cotidianas del cubano medio, la marginalidad y los abismos generacionales, el oportunismo…) se han incluso agudizado, mientras otras —la diversidad sexual, específicamente femenina, los extravíos de cierto sector juvenil, la necesidad de realización personal, sin descuidar la atención a la familia, principalmente de los ancianos…— están, pudiera decirse, en el tintero respecto a la necesidad de abordajes profundos y conscientes.

Es lo que ha logrado Vargas con su puesta, apoyado claro en los sutiles subtextos que plasmó el autor en su obra, con ese equilibrado punto medio entre la comicidad y lo serio, incluso grave, que en Te sigo… alcanza considerable altura.

Confieso que fui cauteloso al teatro, como siempre ocurre con la actualización de un clásico, pero, afortunadamente, la experiencia fue positiva: escenográficamente, mediante una acertada selección musical y con racionalidad en la distribución y el movimiento escénicos, la versión de A teatro limpio resulta más que digna, amén de oportuna.

Otro motivo de preocupación era, sobre todo, el protagónico; difícil no ya superar, pero al menos honrar con un desempeño respetable aquella memorable actuación de Corina Mestre en el papel de Teté Mondragón, otra peculiar mujer que se adicionaba con propiedad y convicción a la galería no solo del teatro quinteriano, sino de toda la producción del patio. Por suerte, también, el trabajo de Yamira Díaz (actriz con experiencia en la radio y la TV y ojalá invitada con mayor frecuencia a los escenarios) es sinónimo de elegancia y sutileza, de estudio y proyección acertada del personaje con sus peculiares características. Bien secundada por el resto del elenco (Ariel Gil, Estherlier Marcos, Yanel Gómez, Carlos Solar), ella y sus colegas consiguen sacar adelante el tan decisivo rubro interpretativo.

Otra mujer (más joven, aún más victimizada y en mayor peligro) centraliza la puesta ¡Yaaa!, del grupo Corpus in vitro, que cuenta con la dirección artística y general de Javier Infante.

El joven proyecto discursa aquí sobre la violencia de género, en específico la que ejercen esposos sobre sus cónyuges femeninas tras la ilusión y los días hermosos de la boda y la luna de miel: con los hijos, la convivencia y el día a día, aquellos se tornan un infierno para estas esposas que sufren la violencia de maridos abusivos, alcohólicos y machistas.

Llama la atención el creativo uso que emprende Infante con técnicas no precisamente habituales en nuestra escena (la sombra chinesca, la mímica y la música como principales recursos discursivos…), las cuales resultan eficaces a la hora de representar el tema, bastante recurrente en la actualidad, pero no precisamente con este lenguaje.

Lo que requiere de una mayor elaboración son ciertas cadenas de acción que se exponen de un modo demasiado abrupto: constituyendo la síntesis una herramienta decisiva en la puesta, esta debe guardar, sin embargo, una mejor lógica a la hora de encadenar las situaciones, algunas presentadas con cierta premura o algo forzadas, a pesar de lo cual la puesta es motivadora y en ello tienen no poca responsabilidad los desempeños de Rosmery Guillén, Ernesto Planas y Alejandro Alpízar.

Mujeres en gran mayoría llenan el subsistema de personajes de la obra en dos cuadros titulada Luna nueva, homenaje que rinden Alejandro Palomino y su grupo Vital Teatro a su autor, el inolvidable Amado del Pino, un dramaturgo en el que parece haberse especializado aquel dadas las veces que ha montado textos suyos. Este, por ejemplo, es una reposición que ahora puede verse en la sala Raquel Revuelta.

Los tan abordados problemas de la emigración (los que parten, los que permanecen) desde el punto de vista de varias generaciones, con un enfoque esencialmente femenino, donde también entran aspectos no menos complejos como las relaciones de pareja, los dilemas profesionales y el paso del tiempo, se concentran en el primer episodio, en el cual se echa de menos una mayor cohesión dramatúrgica: se proyecta la trama como un grupo de monólogos que, aunque con frecuencia dialogados, no acaban de encontrar la unidad e interrelación esperados.

Mucho mejor resuelto, el segundo cuadro reúne a dos muchachas que pulsan de nuevo el tema del «entra y sale» cubano, esta vez combinado con un tema candente: la compraventa de casas con sus respectivas implicaciones socioeconómicas, incluyendo las relaciones entre capital/provincia(s) y otros aspectos de actualidad.

Pese a las reservas que deja la escritura, Palomino logra una puesta suficientemente limpia, con un desempeño actoral de equipo también notable.

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