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Pepe Triana, en su noche de Cuba

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Pepe Triana, en su noche de Cuba

Por Norge Espinosa Mendoza

Fuente: Cubarte


La noticia de su muerte me sacó literalmente de la cama. Recordé la tarde en el pequeño apartamento parisino, donde él y su inseparable Chantal me acogieron gracias a los empeños de Christilla Vaserott. Acudí a la cita con todos los temores a cuestas, porque al fin y al cabo iba a dialogar con el dramaturgo cubano vivo más importante y celebrado, el autor de una pieza que marcó un punto de giro ineludible en la historia de la escena nacional. De La noche de los asesinos, Premio Casa de las Américas 1965 y Premio Gallo de La Habana de la misma institución a su puesta en escena, dirigida por Vicente Revuelta en 1966; dijo Rine Leal: “es probablemente la obra más universal que hayamos producido en 400 años de teatro”. Y esa afirmación sigue siendo válida, intensa y polémica, como lo será el legado y la memoria de este dramaturgo, poeta y narrador que acaba de fallecer.

Nacido en el poblado de Hatuey, en 1931, este camagüeyano publica su primer libro de poemas en 1958, y el título de ese cuaderno viene de una línea de Shakespeare: De la madera del sueño. En 1954 se había ido a estudiar a Madrid, donde no culmina sus estudios universitarios pero sí se enlaza al Círculo de Bellas Artes y comienza a entenderse como gente de teatro. Forma parte del equipo de nuevos autores que José Rodríguez Feo y Virgilio Piñera reclutan como el ejército de francotiradores que integraba la nómina de la revista Ciclón, y en 1956 escribe su primera pieza, no estrenada sino hasta 1960 en la sala Arlequín: El Mayor General hablará de Teogonía. Fue ese impulsor de la escena nacional, Francisco Morín, quien dirigió su siguiente obra, con el mismo deseo de provocación que lo guió a estrenar, en 1948, Electra Garrigó, de Virgilio Piñera. Medea en el espejo, escrita en tres actos, lo consagró como un nombre de interés en el panorama apretado y complejo de la nueva realidad cubana. Demostró en ella su oído para el diálogo teatral, su conocimiento del contexto popular, su habilidad para crear tipos y jugar con el humor como una clave de choteo que nos desenmascaraba. Fue su respuesta a la pieza ya antológica de Piñera, y funcionó como un reto que hizo a sus contemporáneos entenderlo como un rival de cuidado, gracias a aquel espectáculo que protagonizó Asseneh Rodríguez.



Las expectativas desencadenadas  por esa Medea cubana y solariega fueron muy altas. Y tal vez, por ello, las siguientes piezas del autor fueron juzgadas siempre de manera reactiva. Ni El parque de la Fraternidad, ni La casa ardiendo, ni La muerte del Ñeque obtuvieron el mismo respaldo. No faltó quien pensara que aquel novel talento se iba a diluir como tantos otros. Pero en 1965 Triana envía al Premio de Teatro Casa de las Américas una obra en la que había invertido varios años de gestación. Reducida de tres actos a dos, imaginada como un juego delirante entre hermanos que ensayaban a modo de ritual un parricidio imposible, La noche de los asesinos iba a cambiarlo absolutamente todo. Rine Leal, a 30 años del premio, la publicación de la obra, y el prodigioso estreno de Teatro Estudio, explica por qué, en el prólogo a su antología 5 autores cubanos, editada por Ollantay Press:

“El impacto que La noche… produjo en la escena cubana perdura aún en la cultura nacional, y para los hombres de mi generación la pieza fue el eco de nuestros propios pensamientos, de esa necesidad vital de amar y existir por encima de limitaciones y reglas ajenas. Lejos de funcionar en un universo cerrado y autónomo, el ritual asesino de los tres hermanos es la expresión de una fuerza renovadora en la sociedad cubana, y dio pie, tanto en la Isla como en el extranjero, a las más disímiles interpretaciones.”



La noche de los asesinos fue desde el primer momento un nudo de debates. Gana el Gallo de La Habana (Vicente Revuelta dona el trofeo al representante de la delegación vietnamita que ha acudido al VI Festival de Teatro Latinoamericano de Casa de las Américas), y es discutida sin cesar. Pese a ello, la puesta emprende una exitosa gira europea, en la cual Ada Nocetti, Myriam Acevedo y el propio Vicente deslumbran a los más exigentes públicos. Es una obra que dialoga de tú a tú, desde el Caribe, con los referentes más poderosos de la escena de su tiempo. Teatro de la crueldad, teatro del absurdo, extracotidianidad, uso creativo y potente de sus elementos escenográficos, vestuario y de luces junto a un texto que alerta sobre las insatisfacciones del ser humano en cualquier contexto; es al mismo tiempo local y universal, cubana y transgresora. Un acto en revolución que se convierte en clásico inmediato.

Los recelos de la política cultural de los años 70, sin embargo, quisieron acallar ese impacto. ¿Quiénes eran los padres contra los que se rebelaban esos adolescentes en ese sótano lleno de trastos inútiles, qué mano se atrevería a levantar esos cuchillos, por qué no había menos palabras y más consignas en una pieza que de pronto era identificada como lo más novedoso del teatro nacional? Triana, junto a varios de los mejores dramaturgos de su tiempo, es silenciado y La noche de los asesinos tardaría mucho en regresar a los escenarios cubanos mediante una nueva puesta. En ese período de silenciosa grisura, mientras la pieza que lo identifica sigue representándose fuera de la Isla, trabaja como editor y traductor, y no alcanza a verse en nuestras carteleras. Poco a poco, al deshacerse la bruma, el aire se hace más respirable. Pero en 1980, junto a su esposa Chantal Dumaine, se radica en París. No volverá más a Cuba, aunque no deje jamás de pensar y escribir en cubano.

El repertorio que se añade a su catálogo lo demuestra: adapta una novela de Miguel de Carrión para crear Palabras comunes. Escribe Revolico en el campo de Marte, Ceremonial de guerra, La fiesta (elegida por Rine para la ya citada antología). Firma un monólogo: Cruzando el puente, que estrena Ricardo Salvat en 1992. Publica poemas y hasta una novela erótica. Es estudiado, entrevistado (el diálogo que Lilian Manzor sostiene con él en la Universidad de Miami para el Archivo Digital de Teatro Cubano es una referencia imprescindible), recibe a viejos y nuevos amigos en su apartamento. Allá me fui, para superar temores y la dificultad de cómo mencionarle fantasmas y rostros, para reconocerlo como un nombre fundamental de nuestra escena. Se añadía su nombre a esas horas únicas que pasé junto a Francisco Morín o Carucha Camejo. Hay una foto, en la que estamos juntos él, Chantal (una mujer llena de memorias y por sí misma tan interesante), y Mojito, el perrito que los acompañaba en su casa de aquel viejo edificio parisino. Es un privilegio, me digo, haberlo saludado. Pero es un privilegio mayor tenerlo como parte de nuestra cultura, por encima de cualquier recelo.



En ese 2016 se cumplían los 50 años del estreno de su pieza más estudiada. “¿Cómo logras sobreponerte a ese medio siglo?”, le pregunté. “Yo no pienso en eso”, me dijo, y creí sinceramente en sus palabras, mientras firmaba algunos libros que me pidió le trajera a Antón Arrufat. Estaba al tanto de mucho de lo que sobre su legado discutíamos en Cuba (Dianik Flores había dedicado su tesis de teatrología en el Instituto Superior de Arte a su dramaturgia, Teatro D´Dos había vuelto a poner en Cuba La noche de los asesinos, el mito del montaje original seguía vivo entre quienes lo presenciaron). Vivía y respiraba eso sin alarde, estaba ya por encima de todo. Parecía capaz de vivir otros veinte años, en paz consigo y sus recuerdos. No escribió sus memorias, hasta donde sé. Es una lástima. Tendremos que hacer un esfuerzo mayor para que no deje de aparecer su nombre donde merece, en ese escaño del teatro cubano donde aún se mira cara a cara con Piñera, como discípulo aventajado. Y recuperar sus trazos en muchas otras formas, porque el impacto de La noche de los asesinos perdura como una vibración incluso donde los ingenuos no parecieran descubrirlo, como señal secreta que salta en Ópera ciega, de Víctor Varela, y hasta en las piezas de los novísimos dramaturgos que a ratos creen estar descubriendo algo que ya él y otros de sus contemporáneos habían hecho tangible entre nosotros.

Me levanté de la cama y alcé la mano para sacar uno de sus títulos del librero donde, en aparente desorden, se acumulan los tomos del teatro cubano. Al sacar el libro, se vino abajo la mitad del estante. En el suelo, desparramados, La selva oscura, Acotaciones, Cuba detrás del telón, Teatro cubano en un acto, Breve historia del teatro cubano, El teatro del absurdo en Cuba, piezas de Brene, Milián, Quintero, Hernández Espinosa. De alguna manera es lo que ha sucedido con su muerte. Su desaparición nos hará reordenar esos volúmenes, levantar de nuevo esa biblioteca teatral para reubicarlo entre los clásicos vivos y muertos, ponerlo a la vista entre quienes, como él, han compartido la utopía de un “teatro nacional propio”, como quiso Virgilio Piñera. Hubo una tarde en París como una noche cubana, en la cual los espejos, el cuchillo, las confesiones de tres hermanos, siguen hablando sin cesar. En el corazón del teatro moderno cubano, ese ritual sigue funcionando. Mientras recordemos a Pepe Triana, feliz y máximo culpable de esas revelaciones, será así. Ad infinitum.

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