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Piedras y rosas de Perucho Figueredo

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Piedras y rosas de Perucho Figueredo

Por Osviel Castro Medel

Fuente: Juventud Rebelde

Por qué Pedro Figueredo es el único de nuestros grandes patriotas nombrado por un mote, Perucho, sinónimo de familiaridad y de vínculo con el pueblo. Revisemos por qué llegó a ser Mayor General del Ejército Libertador y Secretario de la Guerra en tiempos en que los méritos se ganaban con sacrificios colosales. Las preguntas se las hace, y nos las hace, Ludín Fonseca, historiador de la ciudad de Bayamo.

Sería bueno que mañana alguien con talento se decidiera a hacer una película o una serie sobre ese patricio llamado Pedro Felipe Figueredo Cisneros (18 de febrero de 1818-17 de agosto de 1870), cuya historia casi siempre reducimos a la creación del Himno Nacional.

De seguro tal filme sacaría lágrimas o suspiros, levantaría las cejas de los espectadores y aumentaría la admiración por aquella hornada de patriotas que, para fundar una nación, cambió la comodidad de la almohada de plumas por las severidades del monte, donde muchas veces ni se dormía.

De cualquier modo, si no llegara la cinta, estudiemos a este bayamés ilustre, cuya vida está repleta de acontecimientos tremendos y hasta de mitos hermosos.

El amor, los hijos y otros puentes


«Hoy se ha celebrado consejo de guerra para juzgarme y, como el resultado no me puede ser dudoso, me apresuro a escribirte para aconsejarte la más cristiana resignación (…) la última súplica, pues, que te hago, es que trates de vivir y no dejes huérfanos a nuestros hijos (…) en el cielo nos veremos y mientras tanto, no olvides en tus oraciones a tu esposo que te ama».

Quién no se estremece leyendo el fragmento de esta carta, escrita por Perucho a la mujer queridísima unas horas antes de ser llevado al pelotón de fusilamiento, en agosto de 1870, en Santiago de Cuba. Ella se nombraba Isabel Vázquez Moreno, hermana de Luz Vázquez, la joven que inspiró La Bayamesa, primera canción romántica y trovadoresca cubana.

Juntos escribieron una hermosa página de amor, coronada por una descendencia de 11 hijos, criados en los rigores de la educación de la época.

Es evidente, como apunta Ludín Fonseca, que Isabel conoció y apoyó todos los planes conspirativos de Perucho; que estuvo de acuerdo con incendiar la casa de ambos cuando se produjo la quema gloriosa de la ciudad (12 de enero de 1869) y que lo siguió a la manigua sin reparos.

«La prestigiosa historiadora santiaguera Olga Portuondo me ha comentado     —dice Fonseca— que leyendo las misivas de Perucho a su esposa se ha conmovido al máximo por el sólido matrimonio que tejieron, puesto a prueba con la decisión de él de irse a la guerra».

No pasemos por alto el orgullo que sintió el patriota cuando su hija en flor, Candelaria, «Canducha», entró montada a caballo, vestida de blanco y con el gorro frigio, como abanderada del Ejército Libertador a Bayamo, el 20 de octubre de 1868.

El autor del Himno también vivió orondo de ser amigo de Carlos Manuel de Céspedes, con quien tuvo lazos familiares pues Eulalia, uno de sus retoños, se casó con Carlos Manuel de Céspedes (hijo) y otro de sus frutos, Blanca, se unió con Ricardo Céspedes, hijo de   Francisco Javier y sobrino del Hombre de  Demajagua.

De cualquier modo lo que más lo ató al Padre de la Patria fue el ideario. Perucho, desde su ingenio Las Mangas, secundó, el 13 de octubre de 1868, el alzamiento protagonizado por su amigo; y por eso creó la división La Bayamesa, que atacó con centenares de hombres la guarnición española destacada en su ciudad natal.

«Con Céspedes me uniré y con él iré a la gloria o al cadalso», diría Figueredo cuando alguien intentó disuadirlo del levantamiento armado, una prueba de que confiaba en el pensamiento de su antiguo compañero de estudios.

Rebelde


Resulta difícil conocer cómo Perucho se convirtió en un consumado conspirador contra la metrópoli española. Sus padres, Ángel y Eulalia, no eran precisamente «rebeldes», como muchos bayameses acostumbrados a ir contra la corriente colonialista. Incluso, su progenitor, cuando pidió el ingreso de su hijo a la Universidad, señaló a las autoridades que ha educado al vástago en el «apego al sistema que felizmente nos rige».

«Perucho se fue de Bayamo siendo un adolescente a estudiar al colegio habanero de Carraguao —donde se hizo bachiller— y luego partiría a la Universidad de Barcelona, en la que concluyó su carrera de abogado, a los 24 años.  Pero haber adquirido una cultura amplísima y retornar a una ciudad con una tradición insumisa pudieron haber influido mucho en el viraje del joven», comenta Ludín Fonseca.

En un artículo, Eusebio Leal subraya sobre ese ambiente de Bayamo que la ciudad «mostraba una asombrosa actualidad de los hechos relevantes en la cultura mundial. Allí confluía con hombres del mundo del arte y la literatura como Juan Clemente Zenea, José Joaquín Palma, José Fornaris y José María Izaguirre».

La verdad es que muchos años antes de la creación del Comité Revolucionario de Bayamo y de que Francisco Maceo Osorio le pidiera escribir «nuestra Marsellesa» (1867), Pedro Figueredo —masón como muchos de sus compañeros en la conspiración— ya tenía un pensamiento independentista.

«También tenía una visión extraordinaria en los aspectos económicos, pues fue el primero en la región de Bayamo en incorporar a su ingenio, Las Mangas, a principios de la década del 60 del siglo XIX, la máquina de vapor», acota el historiador Ludín Fonseca.

La música en las venas


«Era un músico consumado. Tocaba distintos instrumentos, pero tenía         pasión por el piano. De noche (...) cuando la máquina dejaba paralizada la obra portentosa de sus funciones, Perucho rasgueaba el blanco teclado de su piano y hacía que sus cuerdas, hendiendo los aires, produjeran las más dulces y armoniosas melodías».

Así contaba Fernando Figueredo Socarrás (1846-1929), el primer biógrafo del héroe. El propio historiador, quien llegó a ser coronel del Ejército Libertador, repetía en un extenso discurso que en su hogar de Bayamo, Pedro se complacía «en ofrecer veladas y conciertos». Y es categórico al señalar: «era una familia de artistas».

Experto dibujante, brillaba, además, como literato pues, al decir de Fernando, «manejaba la crítica con gracia y con ironía: en el epigrama era intencionado y chispeante (…) escribió muchos cuadros de costumbres y poesías     satíricas».

Es una lástima que las creaciones de ese hombre alto, delgado, esbelto, sonriente, dulce, comunicativo y a la vez con autoridad no existan hoy. ¿Cómo debe haber sido para aquel intelectual despojarse de esas riquezas espirituales y también de todas las materiales?

Morir por la Patria


La música del que luego sería el Himno Nacional —se sabe—fue dada a conocer a los patriotas más cercanos en 1867. ¿Y no tuvo letra durante meses? Es casi ilógico creerlo, como se ha escrito otras veces. Por eso, todo induce a pensar que aquel 20 de octubre de 1868, Perucho no compuso, sino que memorizó, en el lomo de su caballo, rodeado por una multitud delirante, las dos primeras estrofas del canto patrio. Pero resulta muy difícil borrar tan preciosa leyenda.

Así mismo, luce complicado tachar el mito que pinta a Pedro Figueredo contestándole a los uniformados que supuestamente le llevaron un burro para conducirlo al pelotón de fusilamiento, pues apenas podía caminar con sus pies llagados: «No seré el primer redentor que cabalga sobre un asno».

Rotundamente cierto es que Perucho era un esqueleto vivo cuando fue capturado junto a casi toda su familia en las cercanías del río Jobabo, pues estaba muy enfermo entonces en pleno monte. «Después de un mes de incesante fatiga llegamos a Santa Rosa, jurisdicción  de Las Tunas. A los tres días de estar allí, llegó papá con una alta fiebre que resultó ser tifus», contaría con dolor su hija Canducha

Cierto es, también, que le propusieron en el calabozo perdonarle la vida si a cambio dejaba la causa de la independencia. Y aun con la respiración en un hilo no aceptó pactos con el enemigo.

De esa historia desgarradora pero ejemplar se desprende que el hombre cuyo bicentenario celebramos este 17 de febrero tiene que haber repasado en su memoria, de pie, en la hora final, un fragmento de su propio himno: «¡Morir por la Patria es vivir!».

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