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Trinidad: Un museo a cielo abierto

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Víctor Echenagusía Peña

El enclave de la ciudad de Trinidad – escogido por su cercanía a fuentes de agua, al oro fluvial y a la abundante mano de obra india– estaba, además, caracterizado por una accidentada topografía. Esto obligó, con posterioridad, a un trazado de retorcidas y estrechas calles que se delinearon según el emplazamiento de los solares asignados a los vecinos para la construcción de sus viviendas y otros edificios públicos.

Como afirman algunos investigadores, las casas más tempranas asumieron los modelos de las construidas por el aborigen:

En Cuba predominó el tipo rectangular (bohío), que marca una tradición que llega a la actualidad. Teniendo en cuenta las condiciones del medio ambiente y los posibles materiales de construcción disponibles, el bohío resultó ser una morada sumamente adecuada al clima de Cuba”1.

Los cambios económicos que comenzaron a operarse hacia los primeros años del siglo XVIII, a partir de la explotación del tabaco, el ganado y el tráfico comercial entre la naciente ciudad y puertos vecinos, permitieron invertir en la rectificación de algunas vías, aumentó el número de calles y se abrió la posibilidad de construir con materiales más sólidos, que apelaban a técnicas como la herrería, carpintería, albañilería y otros oficios tradicionales, adquiridas de los nuevos vecinos que repoblaban el territorio, muchas veces sacudido por el constante flujo migratorio.

Con las fortunas acumuladas por la pujante burguesía azucarera local en las primeras décadas del siglo xix fue posible un fuerte movimiento para el embellecimiento de la ciudad

(…) manifestado en multitud de obras públicas y de ornato como el Cuartel de Dragones (1824), el Cuartel de Infantería (1826-27), La Plaza de Carrillo (1837-40), la Cárcel Pública (1844), la Calzada de la Ermita de la Popa (1849), la Beneficencia (1851), la Alameda de Concha (1856), la Plaza de Serrano (1856-57), y otras muchas más. En 1837 se instaló el alumbrado de aceite y, en 1859, el de gas. El empedrado comenzado en 1820, estaba casi concluido al mediar el siglo, momento en que se inició la pavimentación de las aceras.2

Paralelamente se fue redibujando el perfil de la ciudad con la construcción de edificios de dos plantas destinados a viviendas, decoradas con el mobiliario y las artes decorativas adquiridas en diferentes países de Europa y los Estados Unidos.

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Calle San Ana. Trinidad. Foto: Julio Larramendi.

A pesar de los esfuerzos para impedirlo, hacia el último tercio del siglo xix, debido a complejas condiciones políticas y sociales se produjo un brusco descenso de la actividad económica de la región, con el colapso de la producción azucarera, su principal renglón productivo. La ciudad dejó de crecer, por lo que muchos especialistas han insistido sobre su “paralización en el tiempo” y el destacado historiador Manuel Moreno Fraginals la calificó de “viejo cadáver azucarero”.

Por eso puede considerarse que Trinidad, como bien ha señalado Alicia García, “(…) representa un ejemplo típico de la interrelación existente entre desarrollo histórico, consolidación urbana y arquitectura doméstica”3. Muy en relación con esto, la Organización de las Naciones Unidas para la Educación y la Cultura (Unesco) la incluyó en la Lista del Patrimonio Mundial el 8 de diciembre de 1988, por constituir «un ejemplo eminente de un hábitat humano tradicional, representativo de una cultura, y vulnerable bajo los efectos de mutaciones irreversibles”4.

Ciudad museo del mar Caribe

Dotados de un ancestral sentido de pertenencia, los trinitarios de ayer y de hoy, principales autores y actores de su propia obra, toman conciencia sobre su papel participativo en la función común de salvaguarda de la memoria colectiva y se afanan por preservar su valioso legado próximo a cumplir 500 años. Diferentes formas de actuación y manejo del patrimonio, a lo largo de más de 40 años, han permitido recuperar importantes edificios y sectores urbanos, rehabilitando o restaurando junto a la casa, la calidad de vida de sus habitantes.

Paralelamente, y como parte de un coherente proyecto cultural diseñado a escala de todo el país, se fue conformando una significativa red de museos en función de brindar “un valioso aporte para el entendimiento de la trascendencia del desarrollo cultural de las masas a través de la museología popular cubana”5.

En este enunciado se trasluce un criterio sustentado, además, por muchos especialistas, el cual comparto: los museos ejercen funciones generales de carácter educativo en la sociedad, en la formación histórico-cultural, política y científica, sobre todo en países donde los proyectos sociales descansan en sistemas políticos marcadamente progresistas.

Debo subrayar, por otra parte, el temprano manejo del concepto de “museología popular cubana”, que para mí es lo mismo que Nueva Museología, tendencia formulada en América Latina en 1972, en los acuerdos de la Mesa Redonda de Santiago de Chile, organizada por la Unesco, donde se destacó el rol de los museos en la educación de la comunidad.

Llevando esta idea a escala local, se puede afirmar que las puntuales acciones conservacionistas iniciadas en Trinidad en los primeros años de la década de los 60, o aún aquellas que años más tarde asumieron el manejo a escala urbana, no fueron formuladas de acuerdo con la hipótesis anterior. Es decir, no se ha concebido el Centro Histórico como un sitio donde todas y cada una de sus partes actúan como una unidad, transmitiendo a quienes lo visitan múltiples lecturas de su naturaleza, historia, arquitectura, desarrollo urbanístico y, por supuesto, el hombre, dotado de una singular cultura popular de raíz hispano africana.

Es imprescindible destacar que a las labores de salvaguarda del patrimonio no se les ha establecido, históricamente, un corpus referencial desde los principios metodológicos de la Museología, pero vistas de conjunto, a la luz de esta disciplina científica, se acercan al criterio de Museografía Comunitaria, concepto insertado dentro de la teoría de la Nueva Museología y definido desde la década de los años 80 como: “la expresión de la cultura popular que se realiza a través de la creación colectiva y que utiliza los recursos naturales y tecnológicos de manera racional, con el objetivo de recuperar la memoria histórica y recrear la cultura propia”6

Continuando con esta idea de la visión totalizadora de la ciudad como ente contenedor y generador de formas culturales múltiples, coincido con las palabras de Duch, cuando asevera que

(…) el territorio es un espejo donde la población se contempla y reconoce, una expresión del tiempo, una interpretación del espacio, un laboratorio para el estudio histórico de la población, un conservatorio por la preservación del patrimonio natural y cultural, una escuela donde se pueden hacer actividades y tomar conciencia del presente y futuro [y del pasado] de la población.7

Si se asume esta afirmación como válida para la presente hipótesis, se puede afirmar que la zona histórica de Trinidad resulta un espacio museístico abierto, propiciador de una visión holística de la realidad, la naturaleza, la sociedad y la economía, que permite acercarse a su evolución histórico-cultural y su identidad.

Ahora bien, como estos enclaves patrimoniales resultan, además, centros ideales para el desarrollo de programas encaminados a potenciarlos como destino turístico, muchos culturólogos y especialistas en conservación los miran con fundamentado recelo, en tanto no es menos cierto que numerosas ciudades de Europa y América Latina han sufrido impactos negativos en su patrimonio cultural, provocados por desacertados o no bien controlados esquemas de manejo.

No obstante, de ninguna manera se debe temer a la implementación de políticas en el Centro Histórico para redimensionar el turismo, por temor a su banalización. Siempre que se identifique ese peligro y se tracen claramente los objetivos para conservar la personalidad de la ciudad, su singularidad, con la premisa de la rehabilitación y la reinserción de las funciones propiamente urbanas y la participación de la población local, se estará provocando una sinergia que posibilitará la mejor actitud de los visitantes hacia la conservación y una mejor capacidad para su implantación en la vida cotidiana de la población.

De tal suerte, bajo estas proposiciones conceptuales, se rompería con el esquema de la vieja museología que se resumía en el edificio, la colección, el público, para asumir lo que el francés Varinne-Bohan establece como base de la nueva museología: “considerar no un edificio sino un territorio, no una colección sino un patrimonio colectivo y no un público sino una comunidad participativa”8.

En el museo tradicional, el objeto patrimonial está desconectado de su entorno natural, por lo que pierde de facto su valor intrínseco. El objeto se convierte en un documento aislado u objeto de arte y deja de ser parte activa del contexto.

La museización urbana, en cambio, se entiende como revitalizadora, en tanto es respetuosa, a ultranza, del objeto dentro del entorno, sin que para su disfrute se requiera realizar amputaciones y/o desplazamientos hacia esterilizados depósitos o intocables vitrinas. El objeto dentro de su contexto y en relación con otros objetos y el hombre genera reacciones sociales de incalculable alcance en la concienciación y respeto por el patrimonio, que aseguran su continuidad.

De todo lo expresado anteriormente se puede aseverar que en el Centro Histórico de Trinidad se han promovido diferentes políticas de gestión y manejo, de las cuales se desprende aquello que conocemos como proceso museal, en tanto luego de la rehabilitación la ciudad queda expuesta para su disfrute estético, fase esta última de actuaciones interdisciplinarias que se puede cotejar con la museografía, con lo cual se reafirma el enunciado de considerar el Centro Histórico de Trinidad un museo a cielo abierto a orillas del mar Caribe.

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Hacienda San Isidro, Valle de los Ingenios. Trinidad. Foto: Julio Larramendi.

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