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A un poeta mayor de mis antologías

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En estos días en que tanto han atacado algunos al poeta Alpidio Alonso, y hasta han pedido su destitución por defender el derecho de una institución a no ser acosada y expuesta como lo que no es, quise escribir un texto para defender su entereza y resaltar sus virtudes. Nada de lo que escribí me pareció superior a la semblanza que ahora comparto y suscribo palabra por palabra. Su autor, Yamil Díaz Gómez, autorizó su socialización en esta red. Gracias, Yamil; gracias Alpidio, por la poesía y por la confianza en la grandeza de la vida.
 
A UN POETA MAYOR DE MIS ANTOLOGÍAS
 
Leído en el homenaje al poeta Alpidio Alonso en el Museo de Artes Decorativas de Santa Clara, el 23 de febrero de 2010, auspiciado por la Asociación Hermanos Saíz.
 
Yo he visto a Alpidio Alonso batirse él solo contra veinte —y no veinte cualesquiera— por defender los derechos de sus colegas escritores. Lo he visto equivocarse honradamente y acertar con idéntica honradez. Lo he visto disfrutar con pureza de guajiro cualquier victoria ajena. Lo he visto —y me ha dolido— sacrificar el tiempo y las neuronas que su obra espléndida merece, en batallar por la obra, no siempre espléndida, de los demás. También lo he visto desechar poemas que ya quisiera para mí; tachar injustamente líneas primorosas, como aquel verso de ineditez perenne: «Muchachita mía, son las seis de la tarde, y estoy cruzando sobre un río».
 
Yo he escuchado a Alpidio Alonso, del otro lado de la línea telefónica, confiar pecados, rumiar dolores, esbozar esperanzas, entregarse sin límite al don de la amistad.
 
También le he oído su risa socarrona, sus gratas ironías.
 
—Alpi —le dije un día—, ¿a qué no me adivinas por qué me enamoré de la jebita que ahora tengo?
 
—Ante todo, seguro —me respondió al instante— porque es muy revolucionaria.
 
¡Óiganlo, qué villano, cómo me desarmó!
 
Pero, mirado más en serio, creo que, de algún modo, el amor siempre es revolucionario, como él.
 
Un día esas palabras antimágicas que suenan así como «política de cuadros», amenazaron con arrancarlo de esta ciudad. Recuerdo nuestro pavor de aquellos días, resumido en la frase del trovador Diego Gutiérrez:
 
—Alpidio, le tengo miedo a ese momento en que te metan en el cuartico y te hablen de la Patria.
 
Siempre lo hemos sabido: cuando a Alpidio le hablan de la Patria, él sin falta responde: «¡Al combate, valientes, corred!».
 
Así que se nos fue, pero ahora regresa por unos días o por unos minutos irradiantes.
 
Y por fin alguien se ha percatado de que merece algún elogio público. No de esos que funcionan como anticipo de la muerte, sino más bien una sincera bienvenida a esta provincia donde se le debe tanto, un te queremos lo mismo que veinte años atrás.
 
Pero no voy a repetir lo que ya he escrito sobre su alta obra poética. No voy a recordar lo mucho que significó para los jóvenes artistas villaclareños de 1995 verlo asumir la presidencia de la Asociación: la permanente lección de rigor, de profesionalismo y de pasión que recibimos de él. Prefiero dar testimonio de una amistad profunda y nada complaciente. Es que, desde una tarde de 1988 en que me presentaron a «un decimista de Yaguajay», no recuerdo ningún amigo con quien haya discutido tanto, y al mismo tiempo haya querido más. Fuera de nuestro amor a Cuba, no ha habido tema en el que estemos plenamente de acuerdo. Y ya se sabe lo que le espera a quien disienta de alguien que puede pasar horas en debatir un adjetivo, un adverbio, una sílaba, una coma que le parezcan fuera de lugar.
 
Alpidio es todo intransigencia: jamás puede permanecer callado, jamás discrepa en monólogo interior. Él no sabe las veces que me le aparecí con una idea contraria a lo que pensaba yo realmente, tan solo para que se explayara en aportar y ordenar los argumentos que me servirían después.
 
Desde que esas palabras antimágicas que suenan así como «política de cuadros» se lo robaron a Villa Clara, casi no tengo con quien discutir.
 
Pero lo siento mucho: no me interesa pronunciar el ditirambo sobre sus méritos como artista, como promotor, como salvador de Sed de Belleza Editores y tantos otros proyectos que necesitaban ser mirados desde la valentía y la sensibilidad.
 
Solo diré que he visto a Alpidio Alonso cabecear frente a la pantalla, ante una película que finge ver por cuarta vez, solo porque el vecino visitante no tenía televisor. Que he visto a Alpidio Alonso dar de comer con la mano que luego morderán; rabiar de dignidad ante una cana- llada de las tantas que ruedan por Internet; lanzarse de cuerpo entero a la candela frente a bestiales actos de censura; sonreír como un niño cuando le sale un buen poema de amor. También lo he visto, en Panamá, gastar los últimos billetes de una magra dieta en la pelota y el guante para el niño.
 
Cuentan que Alpidio Alonso fue el único vecino del reparto que apareció, machete en mano, en una horrible noche de Santa Clara, ante los gritos de una muchacha a quien intentaban violar.
 
Desde entonces lo supe para siempre: nuestra Patria contempla orgullosa a hombres como Alpidio Alonso Grau. Hombres que gritan: «¡Al combate, valientes, corred!» con la misma pasión, entereza y pureza guajira con que un día escribieron: «Muchachita mía, son las seis de la tarde, y estoy cruzando sobre un río».
 
Texto de Yamil Díaz Gómez. Pertenece a su libro «Compañeros poetas», de Ediciones Matanzas, colección Los Molinos, en prensa. Las viñetas son de Sigfredo Ariel.
 
Tomado del perfil de Facebook de Ricardo Riverón Rojas
 

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